"Todos cometemos errores". Eso es lo que nos suelen enseñar desde que crecemos y que a medida que vivimos lo comprobamos nosotros mismos. Y nos damos cuenta que nos duele y lloramos de noche debajo de las sábanas para que nadie escuche, para que nadie nos pregunte la razón, para que nadie nos diga: Te lo dije. Pero, ¿de qué sirve que nos digan eso? Cada quien debe cometer sus errores porque si evitamos cometer los de otros, estaremos viviendo la vida que ellos quieren y no la nuestra. Sólo cayendo aprendemos a levantarnos pero lo hacemos nosotros solos, nadie nos va a rescatar. Los errores son la prueba de que lo estamos intentando, de que hay algo más fuerte que nuestro miedo. Yo he cometido muchos errores en mi vida y estoy segura que seguiré cometiendo más pero es parte del camino, del aprendizaje, del saber quién soy y para dónde voy. El problema es cuando en esos errores implicamos personas, personas que nos importan tanto que después nos hacen ver la magnitud de lo que hemos hecho. Y entonces ahí se siente, ahí lloramos, ahí no encerramos, ahí nos quedamos porque hay algo más fuerte envuelto en la situación. Pero aunque hallamos pedido disculpas siempre sentiremos que no son suficientes. Sentimos que defraudamos, sentimos que no somos dignos, sentimos que ya nada importa. Pero, ¿ya qué? Al final entendemos que no podemos hacer nada, que todo pasa por una razón, que poco a poco aprendemos de aquellas cosas que nunca pensamos pasarían. Pero pasan como todo en la vida. Pasa la alegría, pasa la tristeza, pasa el dolor, pasa el tiempo, pasa la vida. Ahora entiendo que no soy perfecta y a diario lo comprendo más, entiendo que todo pasa por algo y ese algo puede ser la razón de todo. Ahora comprendo que el corazón y el olvido no se mezclan. Ahora comprendo que los buenos días y las noches son distintos. Ahora comprendo que no puedo poner la vida de todos delante de la mía y pensar que eso cuenta como amor.
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